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Los enamorados.

Encontrado en un diskette. Junio de 1999.

Encuentro entre los enamorados de todos los tiempos ciertas semejanzas; en todos ellos hay un ardiente deseo de soledad con la persona amada.

El amor, pide soledad de amado con amada.

Esto es una experiencia de la que pueden dar testimonio todos aquellos que alguna vez hayan pasado por semejante embrujo.

Si, el amor pide soledad de amado con amada.

Esta misma ley del corazón, pero en un nivel aún más profundo, debería ser la que vivieran todos aquellos que se llaman cristianos, en la relación con el Amado.

En todos los hombres y mujeres que se tomaron las cosas en serio, encontramos el mismo y a ̇n mayor deseo de soledad con la Persona amada.

No acabaría más, si intentara nombrarlos uno por uno, baste a modo de ejemplo el amor latente que se descubre en las poesías de Santa Teresa o San Juan de la Cruz.

Buscando en mi interior algo que se pareciera a este deseo ardiente de soledad con el Amado, fui descubriendo una verdad honda a la que respondía buena parte de mi vida:

No existía en lo profundo de mi corazón más que un débil destello de este infinito deseo de soledad.
No fue difícil llegar a tan triste conclusión, haciendo memoria de los momentos en que se llevaron a cabo estos encuentros con mi Amor, no descubro más que esporádicos y superficiales contactos con su Palabra, rutinarias participaciones litúrgicas y sacramentales, fugaces «visitas al Santísimo», enmarcadas entre el almuerzo y el tiempo de descanso, en las que apenas soy capaz de concentrarme para hacer un acto de Fe.

¿Cómo -me pregunto- puedo decir que estoy enamorado de Cristo y de la Iglesia, si descubro en mí semejante carencia de deseo de comunión con ellos?

¿Cuánta verdad esconden mis formales oraciones y gestos?

¿Cómo puede ser que trate con tanta indiferencia a la Persona que digo amar más que a nadie en el mundo?

Mirando adentro, y mientras escribo esto, veo en mí un infinito deseo de desear esta soledad. Me encantaría ser de esos amantes que llevan a escondidas un frasquito con el perfume de la persona a la que aman, para poder evocar su presencia en cualquier momento o en cualquier lugar. Me gustaría también tener la locura de esos enamorados, que son capaces de pasar la noche hablando de nada y de todo, movidos por el solo deseo de pasarla juntos.

¿Por qué, Señor, no encuentro en mí más que el deseo del deseo de esta soledad con Vos? ¿Cómo puedo hacer para que estos dos deseos se fundan en uno solo? Una vez leí en alguna parte, que del mismo modo que con la piel, que estando al sol comienza de a poco a tomar color, pasa con el corazón que se expone a la presencia de Jesús en la Eucaristía. Este corazón, empieza, también de a poco a tomar color.

Quizás un camino sea imitar la paciencia que ejercitan algunos en el tostado de la piel, siendo capaces de permanecer largas horas tendidos al sol. Imitar esta paciencia y permanecer más tiempo en presencia del Amado, olvidándome de la campanita, que en el minuto quince, me dé vía libre para salir apresuradamente de la capilla para hacer cosas «más importantes». Quizás también, otro camino, sea imitar en la lectura de la Palabra de Dios, el interés con que un novio lee y relee una carta de su novia. O quizás también, por ̇último, otro camino, sea buscar los momentos para decirse todo o nada, como lo hacen aquellos que se aman verdaderamente.

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